Por José Luis Preciado
En un mundo donde la tecnología redefine constantemente los límites del poder, el segundo mandato de Donald Trump como presidente de los Estados Unidos ya destaca por una transformación radical. Su enfoque en la centralización del poder y el uso de la inteligencia artificial (IA) marca un antes y un después en la política nacional e internacional. Este artículo analiza las implicaciones de estas decisiones en la democracia, la economía y las relaciones globales.
La tecnología y la política: una ‘nueva’ alianza
Desde su ceremonia de asunción, Trump dejó clara su intención de vincular la tecnología con el gobierno. La presencia de líderes como Elon Musk, Mark Zuckerberg, Jeff Bezos y Sam Altman simbolizó la conexión entre las grandes corporaciones tecnológicas y la administración federal. Esta relación ha culminado en la creación del “Proyecto Stargate”, una megaempresa de inteligencia artificial (IA) que consolida el papel central de la tecnología en la gobernanza.
El proyecto Stargate, resultado de la colaboración entre OpenAI, SoftBank y Oracle, fue diseñado para manejar datos a nivel global. Con una inversión inicial de $100 mil millones, y 500.000 millones de dólares que teóricamente se invertirán en los próximos cuatro años, busca generar 100,000 empleos y mantener a Estados Unidos a la vanguardia tecnológica frente a potencias como China. Sin embargo, su alcance también genera preocupaciones éticas, especialmente por el control de los datos personales de hasta 2,000 millones de personas.
Reformas estructurales y su impacto en la democracia y más allá
A través de una oleada de decretos presidenciales, Trump está implementando reformas que centralizan el poder en la oficina presidencial. Entre ellas, la reclasificación de empleados públicos en cargos políticos y la eliminación de regulaciones ambientales. Estas medidas, guiadas por el “Proyecto 2025” de la Fundación Heritage, buscan desmantelar estructuras gubernamentales clave. Aunque estas acciones fortalecen el control ejecutivo, también generan críticas por debilitar principios democráticos y fomentar un modelo autoritario.
La centralización de datos y el liderazgo tecnológico de Stargate fortalecen la hegemonía estadounidense, pero también intensifican las tensiones con China y Rusia. Además, esta estrategia redefine alianzas globales, afectando a países de América Latina, Europa y Asia. Si bien Estados Unidos busca consolidarse como líder mundial, el costo diplomático y ético de estas decisiones seguirá siendo tema de debate.
El legado de la segunda administración Trump en la política estadounidense se perfila así por su enfoque en la tecnología y la centralización del poder. Las políticas de centralización del poder bajo Trump podrían ser efectivas a corto plazo, aunque podrían erosionar las estructuras democráticas que supuestamente intentan preservar. Aunque estas medidas buscan consolidar el liderazgo global de Estados Unidos, también plantean retos éticos y democráticos. La pregunta es si estas estrategias podrán sostenerse en el tiempo o si llevarán a un debilitamiento de las estructuras democráticas, pues la historia muestra que un equilibrio sostenible requiere descentralización y transparencia.
La gestión de la paradoja en Occidente
En Hispanoamérica crece la preocupación por el ascenso de Trump y un nuevo proteccionismo regional que refleja una fase renovada del imperialismo estadounidense, que se proyecta como un cambio de juego por parte de la oligarquía ocultista de Occidente ante el estancamiento del proyecto ultraglobalista, que pese a operaciones globales manufacturadas como la crisis sanitaria del Covid y conflictos delegados en Ucrania y Gaza, no han logrado establecer un gobierno mundial unificado ni impedir la consolidación del bloque multipolar. Ante esto, la oligarquía occidental ha reconfigurado su estrategia para adaptarla a un modelo multipolar con bloques económicos regionales, buscando mantener su influencia en América, Europa y otros enclaves estratégicos.
Para China, que cada vez se afirma con mayor autonomía, la multipolaridad se presenta como una realidad genuina. En contraste, en Occidente, donde la idea de libertad suele transformarse en una ilusión fabricada o manipulada por su propia contrainteligencia —maestra en el manejo de la dualidad—, este cambio no constituye una guerra metafísica entre el bien y el mal, como los cabalistas pretenden sugerir con su narrativa del “choque de civilizaciones” para manipular a las masas a través de las empciones. Más bien, parece representar una síntesis, en términos hegelianos, entre la tesis del unipolarismo global y la antítesis del proteccionismo regional, ambas promovidas por los gestores de esta dualidad en función de sus objetivos. Esto requiere adoptar una postura más crítica hacia ambos modelos, dejando de lado narrativas engañosas que simplifican esta dinámica como una confrontación entre el bien y el mal, lo que limita la posibilidad de realizar análisis multidimensionales en las ciencias sociales.
¿Un imperio que no lo parezca?
El historiador Michael Hoffman (1) ha ejemplificado la multidimensionalidad de los sistemas de conspiración de la criptocracia occidental aludiendo a su capacidad para manejar ideologías antagónicas como una ilusión deliberada, diseñada para generar fisuras aprovechadas por la misma criptocracia:
“Cuando un investigador informado documenta que el judaísmo es ‘A’, entonces se convierte en ‘B’. Cuando ‘B’ es comprendido por el público como una antítesis de la tesis del judaísmo ‘A’, entonces el judaísmo se transforma en la síntesis ‘C’, y así sucesivamente, en una metamorfosis histórica interminable y desconcertante que ha engañado y desgarrado generaciones.”
Este “juego de sombras” es un patrón recurrente en la historia y resulta tan desconcertante como la figura de Donald Trump, quien ha sido elegido para gestionar las paradojas entre dos modelos antitéticos. Su enfoque, marcado por una cruda practicidad, sintetiza la centralización del poder bajo la promesa de proteger la soberanía estadounidense, mientras, paradójicamente, entrega ese poder a tecnócratas como Elon Musk, quienes persiguen la expansión tecnológica más allá de las fronteras terrestres, incluso a costa de la soberanía de las naciones.
El historiador Immanuel Wallerstein (2) también arroja luz sobre esta dinámica al analizar la transición del feudalismo vertical hacia un protocapitalismo horizontal, impulsado por la economía-mundo que dio origen al capitalismo. Durante este periodo, repúblicas como Venecia y Génova abandonaron las ambiciones imperiales tradicionales para centrarse en el control de rutas comerciales marítimas, delegando la gestión imperial a actores convencionales, como España. Según Wallerstein:
“Las técnicas del capitalismo moderno y la tecnología de la ciencia moderna, que como ya sabemos están un tanto ligadas entre sí, permitieron que esta economía-mundo creciera, produjera y se expandiera sin la emergencia de una estructura política unificada.”
Como plantee en dos artículos previos (3, 4), algunos elementos de este modelo histórico parecen haber sido adaptado por las élites contemporáneas, que tras el fracaso del proyecto unipolar global, ahora buscan consolidar “imperios regionales” disfrazados de sistemas políticos y tecnológicos avanzados. En este contexto, Trump parece estar ayudando a configurar un nuevo tipo de red imperial tecnocrática que, como la Venecia de los siglos VIII-XVIII, evita la carga de una gestión imperial clásica mientras asegura el control del espectro tecnológico y posiblemente busque reinstaurar la gobernanza vertical a mediano-largo plazo, aunque de forma críptica, precisamente ocultándose detrás de la Inteligencia Artificial.
El Departamento de Eficiencia Gubernamental (DOGE), liderado por Elon Musk, simboliza esta estrategia. El acrónimo DOGE no es casual, ya que coincide fonéticamente con el término dogo (derivado de dux en latín), título que ostentaban los líderes de la República de Venecia. Los dogos gobernaron con poderes limitados bajo un modelo tecnocrático que permitió a Venecia consolidar su influencia económica y tecnológica mientras delegaba responsabilidades imperiales a otros. Un ejemplo notable es el de Enrico Dandolo, quien, tras la Cuarta Cruzada, aseguró para Venecia el monopolio comercial del Imperio Latino sin asumir directamente las cargas de la administración imperial.
Siguiendo este modelo, el DOGE de Trump y Musk representa una tecnocracia moderna que prioriza la eficiencia y la expansión tecnológica, mientras mantiene la apariencia de un sistema político soberano. De esta manera, Trump no solo gestiona las paradojas del poder contemporáneo, sino que también configura un imperio que se empeña en no parecerlo, valiéndose de la tecnología como herramienta para consolidar la influencia global de Estados Unidos bajo un manto de invisibilidad estratégica.
Está por verse si este modelo será viable o si la oligarquía se verá obligada a transformar a los actores de su síntesis en otra cosa mediante un nuevo cambio de juego.
Sobre el autor
José Luis Preciado es antropólogo, historiador y columnista en el portal de análisis geoestratégico Mente Alternativa.
Notas a pie de página
1. Michael Hoffman — Judaism Discovered. A Desideratum.
2. Immanuel Wallerstein: El moderno sistema mundial. I. La agricultura capitalista y los orígenes de la economía-mundo europea en el siglo XVI. Siglo Veintiuno Editores, 1996, p.22.
3. José Luis Preciado, en Mente Alternativa: Elon Musk quiere jugar al ‘dogo veneciano’ en una posible administración Trump. 22 de agosto de 2024.
4. Op. Cit.: Tecnato de Norteamérica: ¿Trump quiere hacer realidad la dictadura tecnocrática que soñó el abuelo de Elon Musk? 14 de enero de 2025.
