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Trump no es un antiglobalista íntegro, sino el emisario de una oligarquía en guerra consigo misma

La clase dominante oculta es el verdadero motor de la historia moderna, y la división geoestratégica de sus clanes en transatlánticos y europeos ha sido clave en el desarrollo mundial durante al menos los últimos 500 años. Según el historiador Andrei Fursov, Donald Trump no representa una ruptura literal con el sistema globalista, sino que actúa como instrumento de una facción de ese poder oculto, inmersa en la dinámica de una dualidad histórica, en el contexto de la transición desde un orden unipolar ultraglobalista dominado por Occidente hacia un nuevo orden multipolar compartido, basado en macro-regiones económicas. El trumpismo, por tanto, debe interpretarse no como una rebelión contra el sistema, sino como un reajuste interno: una maniobra estratégica para adaptar la gobernanza global a las nuevas condiciones geopolíticas, en las que el eje Londres-Estados Unidos ya no es capaz desempeñar el papel hegemónico que ostentó desde la Segunda Guerra Mundial. En este océano de contradicciones, Trump, tarde o temprano, deberá traicionar a su propia tribu de financieros o a la clase trabajadora que lo eligió. Entretanto, podría abrirse un segundo frente que revele su legado más asombroso: la “revancha” de una facción de los planificadores de esta transición.

Por José Luis Preciado

En una conferencia impartida el 20 de marzo de 2025 (1), el historiador ruso Andrei Fursov expone una visión profunda y alternativa sobre los procesos históricos que han configurado la estructura del poder global en los últimos quinientos años. Según su análisis, lejos de ser una sucesión aleatoria de acontecimientos, la historia moderna ha sido dirigida por una élite transnacional surgida del Atlántico Norte, compuesta por grupos estrechamente vinculados, como banqueros venecianos, cabalistas sefardíes expulsados de España, redes de piratería al servicio de la Corona británica y una nueva aristocracia anglo-holandesa que halló su expresión ideológica en el protestantismo radical, y su expansión geopolítica bajo el concepto del “Imperio Verde”, acuñado por el ocultista John Dee.

Entre la caída de Constantinopla y la Paz de Westfalia, esta clase dominante, estructurada originalmente por genoveses y venecianos durante el “largo siglo XV”, logró desplazar el centro del poder económico y financiero desde el Mediterráneo hacia el Atlántico, desarrollando una arquitectura de control basada en el espionaje, la guerra económica y el uso de la masonería como vehículo ideológico.

El surgimiento de la oligarquía atlántica en el siglo XVI fue posible gracias a tres factores clave: el ascenso de una nueva clase mercantil local, la migración de mercaderes venecianos y la llegada de judíos sefardíes. Inglaterra, nación de recursos limitados, dependía del saqueo de Francia. Tras su derrota en la Guerra de los Cien Años (1337–1453) y el estallido de la Guerra de las Rosas (1455–1485), que diezmó a un tercio de su nobleza, Enrique VII permitió que campesinos adinerados compraran títulos nobiliarios, dando lugar a la gentry, una nueva clase mercantil. Al mismo tiempo, los turcos otomanos cerraban las rutas comerciales de Venecia y Génova hacia Oriente, lo que obligó a venecianos y sefardíes (expulsados de España en 1492) a emigrar a Amberes y luego a Inglaterra. Es revelador que, al buscar divorciarse de Catalina de Aragón, Enrique VIII consultara a un rabino veneciano y a Luis Zorzi, quienes respaldaron su ruptura con Roma. Esto condujo a la creación de la Iglesia Anglicana y a la confiscación de tierras católicas, afianzando alianzas con banqueros venecianos y sefardíes.

Así se consolidó la élite atlántica que sentó las bases del capitalismo moderno, integrada por anglo-holandeses (gentry y comerciantes), venecianos (redes de espionaje y comercio) y sefardíes (financieros como los Mendes-Nasi). La familia veneciana Zorzi asesoró a Enrique VIII en su ruptura con Roma. En Venecia, los cabalistas sefardíes controlaban el comercio de especias, y en Ámsterdam fundaron la Bolsa de Valores, financiando a la Compañía de las Indias Orientales. En Londres, familias como los Mendes-Nasi y los Teixeira de Sampayo se integraron en la corte inglesa, facilitando préstamos a la Corona. Los sefardíes discriminaban a los ashkenazíes (judíos de Europa del Este), a quienes negaban derechos durante la Revolución Francesa. Los saqueos de Francis Drake financiaron la expansión británica. La Compañía de las Indias Orientales se convirtió en un “Estado dentro del Estado”, con ejército y moneda propios. Otros miembros clave de este conglomerado fueron los Rothschild, Sassoon, Baring y Warburg, cuyo objetivo era instaurar un sistema global basado en el comercio, el capitalismo financiero y el control marítimo.

La estructura del poder atlántico descansaba en tres pilares: la Corona y la City de Londres (un Estado dentro del Estado desde 1067, donde el rey debe ser escoltado por el Lord Alcalde para ingresar), los Servicios Secretos (como la red de espionaje de Francis Walsingham, inspirada en métodos venecianos para desbaratar conspiraciones contra Isabel I) y la Masonería como herramienta de control sociopolítico y cultural. En 1717 se fundó la Gran Logia de Londres, cuyos miembros promovían el supremacismo británico, mientras que las logias continentales impulsaban el liberalismo para debilitar a las monarquías europeas (como lo ilustran figuras como Voltaire y Lafayette). Este entramado fue clave en la lucha contra Europa continental. La Revolución Francesa (1789) recibió una financiación británica de cinco millones de libras esterlinas, con el objetivo de destruir el modelo católico-romano.

Esta élite atlántica, nacida del cruce entre piratería, espionaje veneciano y capital sefardí, se trasladó más tarde a Nueva York y hoy enfrenta su decadencia. Su contradicción fundamental es que no puede integrar ni a Rusia ni a China en su proyecto global.

El otro gran conglomerado occidental es conocido como la Europa Continental o Gran Europa (Romano-Germánica), que comprende los territorios del Sacro Imperio Romano Germánico, el Vaticano, y en menor medida Francia y España, con aliados nominales como los Habsburgo, los Borbones y los clanes de banqueros genoveses rivales de los venecianos. El objetivo de este conglomerado ha sido mantener un orden feudal y cristiano, con economías basadas en la tierra. No obstante, algunos de sus clanes han jugado a dos bandas, colaborando también con los venecianos y marginando la inclusión de Rusia o China en cualquier proyecto estratégico.

La influencia global de estos dos conglomerados ha definido al menos los últimos 500 años de historia, y puede entenderse como una lucha entre dos proyectos civilizatorios: la Nueva Atlántida (globalista, mercantil, secular) y la Europa Continental (tradicional, territorial, cristiana). Hoy, esta batalla continúa de forma más sutil: mediante guerras híbridas, sanciones económicas y guerras culturales que trascienden al propio Occidente. China, por ejemplo, posee su propio conglomerado continental, liderado por sus élites tradicionales.

Entre el Templo y la Logia: La llave oculta del imperio marítimo antihumano que perdura hasta nuestros días

En un artículo publicado en 2010 por la prestigiosa revista Executive Intelligence Review (2), John Hoefle retrata el desplazamiento del poder marítimo desde el Mediterráneo hacia el Atlántico, lo que también implicó una ruptura entre las dos facciones del poder oculto occidental:

“El actual Imperio Británico [la línea de pensamiento larouchista considera al imperio estadounidense ultraglobalista como una mera manifestación de la continuidad críptohistórica del imperio británico](#) es la última encarnación de un sistema monetario marítimo que ha existido desde los días del culto a Apolo, y tiene sus orígenes inmediatos en una lucha de facciones en Venecia, a finales del siglo XVI, cuando la Serenísima República era una gran potencia mundial en su propio nombre. Los Giovani, o Nuevo Partido Veneciano, querían construir Inglaterra y los Países Bajos como potencias marítimas basadas en el modelo veneciano, mientras que los Vecchi, el Viejo Partido Veneciano, querían seguir con la base mediterránea existente.

Los Giovani comenzaron a moverse hacia el norte a lo largo del Rin hacia Alemania, los Países Bajos e Inglaterra, llevándose consigo un enorme poder financiero. Aunque a menudo adoptaban los nombres y costumbres de sus nuevos lugares, seguían siendo venecianos por el método y la intención. Crearon el Banco de Ámsterdam, la Compañía Holandesa de las Indias Orientales y la Compañía Británica de las Indias Orientales. Esta última finalmente se apoderó de Inglaterra para crear el Imperio Británico. Al igual que en Venecia antes, el Imperio Británico se basa en su capacidad para controlar los flujos monetarios, y manipular las monedas nacionales. Esa es la base de su poder, y de su asalto a los Estados Unidos después de la Segunda Guerra Mundial.

Para lograr este objetivo, el Imperio primero construyó su aparato bancario en la Europa devastada por la guerra, como base de lo que parecería ser una nueva estructura financiera globalizada, pero que en realidad sería un retorno al modelo imperial que existía antes de la Revolución Estadounidense. La planificación de esta nueva Europa comenzó incluso antes de que cesaran los combates, y condujo a la creación de la Comunidad Europea del Carbón y del Acero en 1951, y a la formación de la Comunidad Económica Europea en 1957, como los pasos iniciales hacia la actual Unión Europea y su moneda supranacional, el euro.

Con estos movimientos hacia la eliminación de la soberanía nacional, el Imperio comenzó el proceso de construcción de un sistema financiero europeo sin fronteras. En rápida sucesión vino el desarrollo de los mercados de eurobonos y eurodólares, y el consorcio de bancos. Estos bancos eran sindicatos o empresas conjuntas —en su mayoría con sede en Londres— que vinculaban a los bancos británicos con los bancos con sede en Europa, Asia y América. Estaban diseñados para burlar las regulaciones bancarias nacionales y, como tales, representaban el comienzo de la “globalización” (es decir, la imperialización) de las finanzas.

Las leyes bancarias nacionales no fueron el único obstáculo reglamentario para esta globalización. También existía el sistema internacional de tipos de cambio fijos que se había aplicado como parte del Tratado de Bretton Woods de 1944. Los tipos de cambio fijos fueron una parte crucial del plan de Roosevelt para poner fin a la era colonial, ya que éstos le quitaron al Imperio gran parte de su capacidad histórica de manipular las naciones mediante la manipulación de sus monedas. Por lo tanto, la derrota del sistema de Bretton Woods fue un paso necesario en la creación del nuevo orden global del Imperio.

Cuando el Presidente Nixon terminó con el sistema de Bretton Woods al quitar el dólar del patrón de reserva de oro en 1971, abrió la Caja de Pandora, y liberó a los manipuladores de dinero que habían sido cuidadosamente encajonados por Roosevelt.”

Del Mediterráneo al Atlántico: El nuevo imperio anglo-veneciano de la nobleza negra

Sigue siendo motivo de debate si esta bifurcación fue producto de un antagonismo genuino o si se trató de una partición geoestratégica cuidadosamente planificada con el fin de conquistar los vastos territorios del mundo mediante el caos inducido por la lucha de las dualidades.

Según Fursov, estos conglomerados no son estructuras monolíticas, sino círculos de poder que comparten ciertos intereses, pero también compiten entre sí. Como ilustran los diagramas de Euler, sus zonas de intersección son tan relevantes como sus fronteras. A veces colaboran, otras veces se enfrentan, pero siempre operan desde una lógica superior que se alimenta del conflicto para reforzar su control.

La confrontación entre el proyecto atlantista y el continental ha marcado los últimos cinco siglos. El primero, representado por Londres, Ámsterdam y luego Nueva York, promueve un modelo globalista, mercantil y secular, basado en el control marítimo y financiero. El segundo, liderado por los territorios del Sacro Imperio (Romano Germánico), y en menor medida Francia y España, aunque participa en el orden ultraglobalista para no quedar al margen, aspira idealmente a un orden tradicional, territorial y cristiano, basado en la autoridad de las monarquías y la tierra. Pero incluso esta dicotomía resulta engañosa si se interpreta como un antagonismo rígido. Como he argumentado en otros artículos, esta lucha puede entenderse mejor desde una lógica dialéctica en el sentido hegeliano: la tesis y la antítesis no se anulan, sino que su tensión genera una síntesis que es aprovechada por las familias más antiguas, aquellas que operan desde las sombras del tiempo y que han aprendido a invertir en ambos polos del conflicto para beneficiarse del resultado, especialmente cuando este es caótico. Además, al invertir e intercambiar funciones, roles e identidades entre ambos conglomerados durante periodos de caos y transición, se corre el riesgo de que los clanes que juegan a dos bandas introduzcan elementos de un modelo dentro del otro, como caballos de Troya.

En otra conferencia reciente (3), Fursov matiza esta visión al abordar la figura de Donald Trump. Contrario a lo que muchos analistas sostienen, Fursov afirma que Trump no es un verdadero antiglobalista, sino más bien el instrumento de una facción de esta élite histórica, aunque históricamente más ligada al poder terrestre que, para sobrevivir en el juego y ante el evidente asenso de China, busca disolver el orden unipolar para adaptar algunos de sus elementos a un nuevo sistema multipolar de regiones económicas autónomas. Esta facción, que tiene raíces en las viejas aristocracias europeas, comparte con sus rivales ciertas metas —como el control de la población y la manipulación ideológica— pero difiere en sus métodos y tiempos. El trumpismo, entonces, debe interpretarse no como una rebelión contra el sistema, sino como un reajuste desde dentro del sistema, una maniobra estratégica para adaptar la gobernanza global a nuevas condiciones geopolíticas en las que el eje Londres-Estados Unidos ya no puede ejercer el rol hegemónico que detentó desde la Segunda Guerra Mundial en esos mismos términos.

Fursov insiste en que el verdadero poder no reside únicamente en la fuerza militar ni en el capital económico, sino en el control de las ideas, de la información y de las narrativas históricas. Esta “reconstrucción ideológica” es la clave del dominio de las élites. La historia como espectáculo, convertida en entretenimiento superficial, actúa como un tranquilizante colectivo que impide el pensamiento crítico y perpetúa estructuras de poder invisibles. Las élites modernas han perfeccionado este mecanismo con las nuevas tecnologías, utilizando las redes sociales como herramientas de manipulación emocional e ideológica más eficientes que cualquier ejército.

En este marco, el conflicto entre proyectos globales —ya sean angloestadounidenses, europeos o euroasiáticos— no debe entenderse como una lucha entre el bien y el mal, sino como un conflicto funcional a una lógica más profunda, donde la síntesis resultante permite a ciertas élites adaptarse, sobrevivir y seguir reinando desde las sombras a través de la multidimensionalidad criptopolítica.

Como señala Fursov, comprender cómo surgió la élite atlantista es esencial para entender por qué hoy se desmorona, o más precisamente, por qué se está transformando en otra cosa. La batalla que hoy se libra por el control del mundo no es simplemente una pugna de Estados, sino la continuación de una guerra silenciosa entre facciones de poder que han aprendido a hacer de la Historia su herramienta más eficaz, y que ahora mismo, como cada cierta cantidad de años, se reparten las cartas de la Historia.

El papel de Trump es “hacer Estados Unidos grande otra vez”, lo que significa formar una sólida macroregión económica encabezada por Estados Unidos —un imperio regional si se prefiere usar un término más realista—, tan grande y fuerte como sea posible para contrarrestar el asenso de las potencias emergentes del BRICS y Eurasia.

En un artículo publicado en febrero por UnHerd, el economista y exministro de Finanzas de Grecia, Yanis Varoufakis (4), explica que para lograr su cometido, el equipo de Trump diseñó un plan económico de dos fases: usar aranceles no como solución comercial directa, sino como herramienta de presión para forzar a los bancos centrales extranjeros a bajar sus tasas de interés y permitir que sus monedas se aprecien frente al dólar. Esto estabilizaría los precios internos en EE.UU. sin perjudicar al consumidor, mientras inicia una segunda fase de negociaciones bilaterales.A cambio de protección militar o acceso al mercado estadounidense, exigirá a cada país concesiones específicas: desde revaluar sus monedas, migrar manufactura a EE.UU., hasta comprar armamento estadounidense. Aunque su enfoque es arriesgado y genera resistencias internas y externas, Trump cree que está reestructurando el orden económico mundial para restaurar la grandeza de Estados Unidos.

El gran problema de Trump, concluye Varoufakis, es que, si el déficit comercial derivado de su guerra comercial empieza a reducirse según lo previsto, el dinero privado extranjero dejará de inundar Wall Street, y…

“De repente, Trump tendrá que traicionar a su propia tribu de financieros y agentes inmobiliarios indignados o a la clase trabajadora que le eligió. Mientras tanto, se abrirá un segundo frente. Considerando a todos los países como radios de su eje, Trump podría descubrir pronto que ha fabricado la disidencia en el extranjero. Pekín puede tirar la cautela al viento y convertir los BRICS en un nuevo sistema de Bretton Woods en el que el yuan desempeñe el papel de anclaje que el dólar desempeñó en el Bretton Woods original. Tal vez este sería el legado más asombroso, y la revancha, del por lo demás impresionante plan maestro de Trump” o, mejor dicho, de una facción de los grupos que realmente mueven los hilos del poder oculto en Occidente.

¿Cómo es que quienes han controlado el mundo durante los últimos 300-400 años ahora quieren cambiarlo?

Notas a pie de página

1. Andrei Fursov: Nueva Atlántida vs. Europa: La división clave en la historia del mundo. Conferencia impartida el 20 de marzo de 2025.

2. John Hoefle, en Executive Intelligence Review: Nation-Killers for Imperial Genocide; 17 de septiembre de 2010.

3. Andrei Fursov: Lo que le espera a la humanidad. El misterio del poder profundo y el camino especial de Rusia. 14 de abril de 2025.

4. Yanis Varoufakis, en UnHerd: Donald Trump’s economic masterplan
He is plotting an anti-Nixon shock. 12 de febrero de 2025.

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