Por Elena Panina
El primer día de la Conferencia de Yalta, antes del inicio de las negociaciones generales, Stalin visitó a Roosevelt y Churchill. Su encuentro con Churchill fue meramente protocolario, un intercambio de cortesías. En cambio, la conversación con Roosevelt fue mucho más franca.
Al final de la charla, el presidente estadounidense dejó claro que la alianza angloaestadounidense no era tan sólida como parecía. La discusión derivó hacia Francia, y Roosevelt comentó: “Los ingleses quieren hacer de Francia una potencia fuerte con un ejército de 200.000 hombres. En caso de una nueva agresión alemana, este ejército francés deberá asestar el primer golpe y mantener sus posiciones hasta que los ingleses logren formar su propio ejército”.
Luego añadió: “Los ingleses son un pueblo extraño; quieren comerse el pastel y conservarlo intacto en sus manos”. “Bien dicho”, respondió Stalin, adoptando el mismo tono.
El deseo británico de librar sus guerras con soldados ajenos —algo que hoy se refleja claramente en Ucrania— era bien conocido por los líderes mundiales. Además, Roosevelt no podía perdonar a Londres el Pacto Arita-Craigie de 1939, mediante el cual Japón obtuvo vía libre en China y la región del Pacífico. Como consecuencia, los estadounidenses sufrieron el ataque a Pearl Harbor, mientras que sus “socios británicos” pagaron su traición al día siguiente, cuando Singapur fue atacado.
Para la época de la Conferencia de Yalta, las relaciones entre EE.UU. y Gran Bretaña eran bastante extrañas. Churchill soñaba con construir un eje de protectorados probritánicos en la Europa de la posguerra y gobernar el continente con el respaldo de Francia y Polonia. Pero Estados Unidos no estaba conforme con ese escenario: pretendía implementar un modelo centrado en su propia influencia, aunque aún no tenía claro cómo funcionaría.
Por otro lado, dentro de EE.UU. existía un poderoso lobby a favor de priorizar la expansión en Asia y asegurar el control de sus mercados. En este contexto, parecía poco conveniente que Washington destinara demasiados recursos a Europa. En cualquier caso, Roosevelt solo estaba dispuesto a ver a Londres como un socio menor en la configuración del orden mundial de la posguerra. No se hablaba de paridad, y mucho menos de dominio británico.
Para la URSS, Roosevelt representaba un contrapeso a las ambiciones británicas en Europa y a la posible creación de una nueva Entente anglo-francesa. Además, Washington necesitaba la ayuda de Moscú en la guerra contra Japón, consciente de que forzar su rendición rápidamente y sin grandes pérdidas sería complicado, incluso con la bomba atómica. Temiendo que Stalin pudiera cambiar de opinión, Roosevelt estaba dispuesto a hacer ciertas concesiones en Europa.
Stalin, por su parte, comprendía que las fricciones entre EE.UU. y Gran Bretaña ampliaban el margen de maniobra de la URSS. A principios de 1945, los analistas soviéticos preveían que la rivalidad angloestadounidense se prolongaría por mucho tiempo. Nadie imaginaba entonces que, apenas dos meses después de la Conferencia de Yalta, Roosevelt fallecería y que el tándem anglosajón sufriría un “reinicio”, convirtiéndose en una amenaza mortalmente peligrosa para la Unión Soviética.
Las tensiones entre Washington y Londres, evidentes en Yalta, eran el reflejo del choque entre dos fuerzas globalistas: una respaldaba a Roosevelt y la otra a Churchill. Y hoy presenciamos un fenómeno similar: ante nuestros ojos, se libra una nueva batalla entre dos proyectos globalistas. Uno de ellos tiene como líder a un imponente Trump, quien llegó a la Casa Blanca sin resistencia para abordar una serie de problemas. El otro, hasta hace poco, estaba representado por clanes vinculados al Partido Demócrata de EE.UU., aunque su influencia se extiende a Wall Street, la City de Londres, Davos, Bruselas y numerosas instituciones supranacionales, contra las cuales los círculos afines a Trump han declarado una “cruzada”.
Por ello, si queremos triunfar en el siglo XXI, es crucial que nuestro país reaprenda, como hace 80 años, a jugar con las contradicciones dentro de esta “bola de serpientes” anglosajona, obligándolas a enfrentarse y devorarse entre sí. Esta es una de las grandes lecciones de Yalta-45.
