Trump no es un antiglobalista íntegro, sino el emisario de una oligarquía en guerra consigo misma

La clase dominante oculta es el verdadero motor de la historia moderna, y la división geoestratégica de sus clanes en transatlánticos y europeos ha sido clave en el desarrollo mundial durante al menos los últimos 500 años. Según el historiador Andrei Fursov, Donald Trump no representa una ruptura literal con el sistema globalista, sino que actúa como instrumento de una facción de ese poder oculto, inmersa en la dinámica de una dualidad histórica, en el contexto de la transición desde un orden unipolar ultraglobalista dominado por Occidente hacia un nuevo orden multipolar compartido, basado en macro-regiones económicas. El trumpismo, por tanto, debe interpretarse no como una rebelión contra el sistema, sino como un reajuste interno: una maniobra estratégica para adaptar la gobernanza global a las nuevas condiciones geopolíticas, en las que el eje Londres-Estados Unidos ya no es capaz desempeñar el papel hegemónico que ostentó desde la Segunda Guerra Mundial. En este océano de contradicciones, Trump, tarde o temprano, deberá traicionar a su propia tribu de financieros o a la clase trabajadora que lo eligió. Entretanto, podría abrirse un segundo frente que revele su legado más asombroso: la “revancha” de una facción de los planificadores de esta transición.