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La geopolítica angloamericana y el mar

Por Andrea Scarano

“Talasocracia” es el interesante ensayo de Marco Ghisetti sobre las relaciones de poder mundiales relacionadas con la tierra, el agua y el aire.

Las descripciones metódicas de los espacios, los equilibrios y la distribución del poder entre los Estados se encuentran entre las principales modalidades de un enfoque geopolítico de las relaciones internacionales. Si este tipo de análisis conserva su validez frente a las profundas transformaciones económicas, tecnológicas y militares de nuestro tiempo es una de las cuestiones que plantea Marco Ghisetti (autor de Talasocracia – Los fundamentos de la geopolítica angloamericana, publicado en 2021 por Anteo edizioni), comparando el pensamiento de los “pioneros” y clásicos del tema – Mahan, Mackinder y Spykman – que vivieron el cambio de los siglos XIX y XX, sin olvidar los desarrollos más recientes.

 

Potencias marítimas y potencias terrestres

El hecho de que la disquisición no concierna exclusivamente a los círculos académicos resulta evidente en el curso de una narración basada en gran medida en la centralidad del dominio del mar y el control de sus centros neurálgicos, en el contraste entre potencias navales y terrestres, en la perenne necesidad de Estados Unidos -potencia “insular” de facto, heredera del Imperio Británico- de expandirse en busca de nuevos mercados y de dotarse, tanto en tiempos de paz como de guerra, de una flota eficaz también por razones de defensa nacional.

La relevancia de factores como la geografía como elemento permanente, el carácter ilusorio de la idea de que los conflictos de intereses entre naciones “civilizadas” no pueden desembocar en guerras y el peso decisivo de la acción humana introducen en el debate categorías imperceptiblemente móviles como el “corazón de la tierra”, la zona pivotante del continente asiático que de hecho puede extenderse hasta Alemania, sin salida al mar y fulcro del poder terrestre, reserva inagotable de materias primas de donde proceden las recurrentes amenazas a la supremacía de Washington.

El análisis de la relación especial entre esta última y Londres ofrece elementos de reflexión sobre la elección casi apriorística de Inglaterra (geográficamente “parte de Europa”) de boicotear sistemáticamente la idea de un continente unificado también porque -como recordaba hace años Jean Thiriart- ello habría provocado la creación de una fuerza capaz de invadirla. En este sentido puede interpretarse la advertencia de Mackinder – partidario convencido en 1943 de una alianza ampliada a la Unión Soviética y a Francia como “cabeza de puente” – de que Estados Unidos debía participar activamente en las políticas de equilibrio auspiciadas por el Reino de Su Majestad, orientadas a oponerse al enemigo terrestre alemán bajo la apariencia de potencias anfibias.

La antinomia entre los pueblos marítimos, democráticos e idealistas, por un lado, y los pueblos terrestres, autoritarios y organizadores, por otro, no enmascara, sin embargo, ciertas debilidades, que se ponen de relieve cuando Mahan argumenta, por ejemplo, que los embargos económicos y alimentarios se traducen en bajos costes de vida y sufrimiento y que la apertura global a los procesos comerciales y vitales europeos genera automáticamente beneficios para toda la humanidad; o cuando Mackinder alaba la tendencia británica a establecer alianzas con países más débiles sin dejar claras sus intenciones divisorias y, lo que es peor, las masacres perpetradas contra los irlandeses.

La introducción del término Eurasia -la gran unidad geográfica formada por un centro, una media luna interior (la península europea, el suroeste asiático, India y China) y una media luna exterior (Estados Unidos, Gran Bretaña, Japón y Australia)- como concepción del mundo íntimamente ligada a la idealización del hombre “continental” va acompañada del despliegue de tres cuestiones cruciales la división en dos mitades físicamente muy desiguales, la delimitación de Europa a lo largo de una línea divisoria -la de los Urales- considerada por muchos insatisfactoria, y la compleja disputa en torno a la identidad de Rusia, esencialmente suspendida entre un sustrato europeo y un elemento tártaro-asiático.

La suposición de que el país pertenece a una civilización euroasiática ha sido recientemente revisitada y en parte ideologizada por la corriente de pensamiento neo-eurasianista que, en nombre de la cooperación económica, política y militar de dos actores “obligados” por la historia y la geografía a compartir un destino común, se opone enérgicamente al “deslizamiento” del viejo continente hacia un estado de subalternidad respecto a Estados Unidos y la OTAN; una perspectiva que refleja exactamente la que defiende, desde el lado opuesto del océano, la expansión hacia el este de Europa y de la Alianza Atlántica, utilizadas como avanzadillas “democráticas”.

 

La nueva hegemonía estadounidense

La naturaleza profundamente anárquica de la comunidad internacional y la lucha constante por el poder como brújula de la política exterior de las naciones son las piedras angulares que guían la elaboración de Spykman de la estrategia de “contención” de la URSS con la Segunda Guerra Mundial en marcha; una visión extremadamente realista atribuye a los distintos países prioridades divergentes, al equilibrio planetario (susceptible de cambiar como un campo magnético sujeto a cambios de fuerza relativa o a la aparición de nuevos polos) los rasgos de inestabilidad y a Estados Unidos, facilitado por una situación geográfica envidiable, un papel dominante.

La insuficiencia del dominio marítimo para garantizar una posición hegemónica es, por otra parte, la principal justificación de la teorización del “derecho” de la administración de las barras y estrellas a establecerse militar y permanentemente tanto en los territorios de ultramar como en la zona fronteriza euroasiática, ejerciendo una función de “equilibrador de ultramar” donde el choque de potencias amenaza cíclicamente con agravarse.

La identificación de una línea de fractura entre el viejo y el nuevo mundo es tan pertinente para la inclusión del Reino Unido en el primero como para la hipótesis -considerada todo menos remota- de una alianza entre Japón, Alemania, Italia y la URSS, acreditada por las intenciones de Stalin de trabajar por un armisticio con los alemanes tras la batalla de Stalingrado y por precedentes sintomáticos, como los acuerdos Molotov – Ribbentrop y el pacto de no agresión japonés-soviético.

La promoción por parte de las dos superpotencias de la independencia de las colonias de los imperios europeos después de 1945 es interpretada por el autor como una política destinada a sustituirla por una forma de dominación más sofisticada, dirigida a Estados formalmente libres pero fuertemente dependientes económicamente.

En esta perspectiva, la recreación de algunos pasajes históricos cruciales -desde las características de la Doctrina Wilson hasta la necesidad de dominar los mercados europeos manifestada desde la crisis de 1929, de la obstinación por la rendición incondicional de las potencias del Eje a la necesidad de atar a sí mismo el proceso de reconstrucción de posguerra mediante el Plan Marshall y la división de Europa en dos- constituye el marco en el que Estados Unidos persiguió primero el objetivo de destruir definitivamente la supremacía de esta última y después el de integrarla en el sistema de mercado capitalista, en un estado de subalternidad que también era flagrante desde el punto de vista militar.

Es significativo recordar cómo, menospreciando las justificaciones ideológicas comunes utilizadas para desentrañar el sentido de las guerras libradas en el siglo XX por los EE.UU. en Corea y Vietnam, Henry Kissinger se refirió precisamente a razones geopolíticas dentro del temor más general de que Japón pudiera vincularse políticamente a la URSS, deslizándose en las arenas movedizas preconcebidas por la “teoría del dominó”.

Por último, pero no por ello menos importante, está la dimensión cultural de la primacía de la talasocracia, basada en un concepto problemático como el de “Occidente”, geográficamente incierto, instrumental para los proyectos de incorporación mediterránea y para la estabilización de las relaciones de poder consolidadas desde los albores de la Guerra Fría, basadas en la aceptación acrítica del americanismo como destino por parte de los europeos.

 

La fortaleza del yen y la economía de la competencia china

Si, tras el hundimiento del comunismo, la ampliación de la OTAN hacia el este cumplió sin duda la función de desvitalizar los mecanismos de funcionamiento de la UE, la capacidad de Estados Unidos para erigirse en único hegemón regional y obstaculizar a los demás actores que pretenden hacer lo mismo ha encontrado una nueva confirmación en la representación de los “tres Mediterráneos” identificados por Yves Lacoste: el “americano”, avanzadilla del expansionismo en el Atlántico y el Pacífico; el “europeo”, facilitado por el aplanamiento de las oligarquías continentales y la penetración de la política de divide y vencerás en sus orillas meridionales; el “asiático”, donde en el pasado Estados Unidos se impuso a costa de Japón y hoy se enfrenta a la competencia de China. En este último caso, la colaboración con los países de segunda fila de la zona (reacios a acabar en la órbita de influencia de Pekín) se configura como un intento de responder a las rutas de la nueva Ruta de la Seda, un signo significativo no sólo de la apertura al capital y al comercio internacional, sino también de un cambio radical de perspectiva respecto a la atención prestada a la importancia del mar.

 

Conclusiones

No siempre fluido en términos estilísticos, el trabajo de Ghisetti se enriquece con el análisis de los documentos estratégicos angloamericanos elaborados en 2020-21, que prefiguran un desafío al impulso de integración continental y de cooperación entre Rusia China y (en segundo plano) Irán, y el refuerzo expreso de las fuerzas militares ucranianas, como “extensiones” naturales de un proceso de desestabilización iniciado al final de la Guerra Fría en el espacio euroasiático y en el Cáucaso, “el corazón de la tierra” que amenaza potencialmente los equilibrios existentes.

Acusada de determinismo y a veces incluso de avalar “impulsos” autoritarios, la geopolítica parece en la era de la globalización más bien una disciplina -como también sostiene el autor- capaz de proporcionar herramientas apreciables para comprender y prever las acciones de los actores políticos, en parte condicionados todavía por la influencia de los clásicos.

 

Alexander Dugin: Principios y estrategia de Rusia para liberarse de la hegemonía occidental, y el papel de LATAM en la transición hacia la multipolaridad

 

Fuente:

Andrea Scarano, en Bardadillo: La geopolitica anglo-americana e il mare. Traducción al español por Enric Ravello Barber.

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