Por José Luis Preciado
A propósito de un notable ensayo de Gleb Kuznetsov, en el que analiza el renacimiento del capitalismo occidental en forma de un nuevo feudalismo de alta tecnología oligárquico, basado en una naturaleza de la riqueza muy distinta de los bienes físicos tradicionales, cabe añadir algunas observaciones a propósito de la boda fastuosa del “tecno-billonario” Jeff Bezos en plena Venecia. Porque no fue elegida por azar.
En su apogeo, la Serenísima República de Venecia representó el arquetipo de relaciones políticas y económicas «no convencionales» que el historiador Immanuel Wallerstein identificó como una economía-mundo, que no era otra cosa que una forma de capitalismo larvario, especulativo y protoglobalista, que sin embargo no tenía las características conceptuales del feudalismo. Un modelo especulativo y parasitario en contraste con la Europa productiva y soberanista. Esta idea la desarrollé extensamente en mi artículo “Entre el Templo y la Logia: La llave oculta del imperio marítimo antihumano que perdura hasta nuestros días.”
La boda de Bezos, con su derroche de 55 millones de dólares y un cortejo de celebridades y poderosos, no fue un simple capricho de la élite tecnológica. Fue una performance, un manifiesto simbólico del capitalismo contemporáneo: una mutación del viejo espíritu protestante —aquel que, según Max Weber, promovía la acumulación virtuosa— hacia una síntesis de capitalismo y feudalismo donde la riqueza no se mide en fábricas o infraestructuras, sino en datos, monopolios y rentas extractivas.
Como los mercaderes venecianos del siglo XVI, que no producían bienes pero controlaban rutas, imponían tributos y financiaban guerras privadas, Bezos ha replicado ese modelo: Amazon no fabrica productos, domina plataformas que extraen rentas del conjunto de la economía global. Es un poder desterritorializado, ajeno a cualquier noción de responsabilidad social, una autoridad sin arraigo que recuerda a los antiguos de Venecia más que a los empresarios industriales del pasado.
Los manifestantes que soltaron cocodrilos inflables en los canales venecianos, con pancartas que decían “Bezos, fuera de nuestra laguna”, comprendieron instintivamente esta analogía. Su protesta no era solo contra el lujo obsceno, sino contra la privatización simbólica de un espacio público: una ciudad Patrimonio de la Humanidad convertida en parque temático para magnates. Como dijo uno de ellos: “No nos importa su dinero, sino que nos lo restrieguen en la cara”.
A diferencia de los industriales del siglo XIX como Rockefeller o Carnegie —cuyos imperios estaban anclados en activos físicos y generaban empleo—, los tecno-billonarios como Bezos controlan intangibles: algoritmos, infraestructuras digitales y redes de distribución. Amazon no construye carreteras, pero impone peajes a quienes quieren transitar su plataforma. No es capitalismo en el sentido clásico, sino feudalismo high-tech: las plataformas son los nuevos señores, y los vendedores, sus siervos.
La boda también fue un acto geopolítico. Al reunir a figuras como Ivanka Trump, magnates mediáticos y otros peces gordos del poder global, Bezos no compraba voluntades con dinero, sino con experiencias exclusivas: cenas en palacios del siglo XV, acceso a espacios históricos vedados al público. Es el nuevo clientelismo del siglo XXI, donde el poder circula bajo el ropaje de la exclusividad simbólica. Como apunta Kuznetsov, es una economía donde la producción importa menos que la teatralidad del poder.
Curiosamente, el marxismo clásico ofrece hoy las herramientas más lúcidas para analizar este escenario. Marx anticipó que el capitalismo evolucionaría hacia la concentración oligárquica y la financiarización: el paso de M-C-M’ (dinero-mercancía-más dinero) a M-M’ (dinero que genera dinero sin mediación productiva). Amazon y otras plataformas encarnan este principio: su valor radica no en lo que producen, sino en lo que extraen de la producción ajena.
La protesta veneciana, con su aire carnavalesco de globos y sátira, remite al Medioevo, cuando el carnaval era el único momento en que el pueblo podía invertir simbólicamente el orden establecido. Pero entonces, como ahora, los oligarcas se mantienen impasibles. Nada más estable que una risa que no amenaza.
La boda de Bezos no es un evento aislado, sino síntoma de un orden en el que la riqueza ya no tiene anclaje social. Los nuevos magnates digitales no rinden cuentas a naciones ni comunidades: su poder es abstracto, global y, por ello, aún más peligroso. Mientras tanto, reguladores y políticos —felices invitados en los palacios— desvían la mirada. La cuestión no es si Bezos puede gastar 55 millones en su boda, sino si una sociedad debe tolerar que el capital adquiera tal nivel de impunidad que pueda privatizar hasta el espacio público.
Un cartel lo resumía con ironía lapidaria: “Si puedes alquilar Venecia, puedes pagar más impuestos”. Esa consigna, más que un reclamo fiscal, es una advertencia histórica. Porque lo que está en juego no es solo el tamaño de la fortuna de un hombre, sino la estructura entera de la civilización en la que esa fortuna es posible.
La pregunta que define nuestro tiempo no es cuánto poder tiene Bezos, sino cuánto poder estamos dispuestos a cederle a cambio de conveniencia, entretenimiento o evasión. Si no se responde con firmeza, el siglo XXI no será recordado como la era del capitalismo democrático, sino como el amanecer de una forma de neofeudalismo de alta tecnología.
