Por Andrei Fursov
Hace unos 20 años, una mujer alemana llegó a uno de nuestros institutos académicos con una disertación sobre un tema específico: estudió las estructuras de la vida cotidiana rusa y analizó aquellas situaciones en las que los rusos utilizan ciertos objetos para otros fines. Por ejemplo, ¿en qué recipientes se guardan las flores en el departamento de contabilidad? Pues se corta una botella de plástico, se le pone un poco de tierra y se entierra una flor. La alemana llamó a este fenómeno “barbarie”, porque la civilización, en su opinión, se verifica cuando una cosa se usa claramente para el propósito previsto, es decir, cuando la función está estrictamente ligada a la sustancia. Pero nosotros, “llamamos ollas a objetos que no ponemos en la estufa”.
En nuestro televisor, como parte del programa “Mientras todos están en casa”, apareció incluso una sección llamada “Manos locas”. Este es un juego de palabras que resalta lo inusual como una habilidad. El programa demostró un ingenio excepcional, adaptando para diversas funciones aquellos objetos que originalmente estaban destinados a algo completamente distinto. Fue el ingenio ruso lo que nos ayudó a ganar muchas guerras, incluida la Gran Guerra Patria.
La falta de convencionalismo en el pensamiento y el comportamiento se debe a las duras condiciones naturales, el cambio de estaciones, temporadas agrícolas cortas y condiciones históricas especiales que constantemente nos obligaron a buscar formas de sobrevivir y derrotar a las circunstancias y a un enemigo superior. Los europeos alimentados nunca se enfrentaron a problemas de tal magnitud. De ahí el conformismo que han elevado a norma.