Por Andrei Fursov
En Estados Unidos, más allá de la fachada de “republicanos” y “demócratas”, se desarrolla un conflicto mucho más profundo y decisivo: una lucha interna entre las élites de la clase capitalista global por el control de un futuro poscapitalista. Este enfrentamiento define quién liderará y quién quedará excluido de este nuevo orden mundial.
Simplificando, el conflicto se puede dividir entre dos bloques de poder. Por un lado, están los ultraglobalistas, que buscan un futuro dominado por un sistema corporativo financiero sin Estado, basado en un mundo digital y electrónico. En esta visión, los Estados nacionales desaparecen, reemplazados por corporaciones todopoderosas, similares a la Compañía de las Indias Orientales, y ciudades autónomas al estilo de una “neo-Venecia”. Es un mundo habitado por individuos que, en esencia, se convierten en “biorobots” sin identidad nacional, racial, religiosa o de género.
Por otro lado, están los globalistas [de corte soberanista, que algunos se empeñan en denominar ‘aislacionistas’ para contrastar aún más la dicotomía], quienes desean preservar la estructura del Estado, subordinado en última instancia a instituciones como el FMI y el Banco Mundial. Esta visión de un futuro poscapitalista prioriza la soberanía estatal, la modernización de la industria y la creación de empleos para una clase media y trabajadores que, en otras circunstancias, serían desplazados. En este modelo, el Estado garantiza ciertos roles y una continuidad para estas clases sociales, manteniendo su estructura y control.
Así, en Estados Unidos se libra una lucha por dos visiones opuestas de un futuro global: uno sin Estados, controlado por megaempresas, y otro donde el Estado, aunque subordinado, sigue siendo una entidad relevante en el equilibrio mundial.
