La protección del medio ambiente es uno de los temas más cruciales y más fácilmente instrumentalizables del mundo contemporáneo. Hasta que el ecologismo no se despoje inequívocamente de su clasismo implícito, seguirá siendo un juego retórico dirigido a la plebe, para permitir a los de arriba conservar las diferencias de poder. Y el ecologismo en salsa liberal-progresista está estructuralmente impedido de dar este paso.
Por Andrea Zhok
La protección del medio ambiente es uno de los temas más cruciales y más fácilmente instrumentalizables del mundo contemporáneo. Para comprender la naturaleza estructural del problema, hay que partir de una comprensión básica de los mecanismos subyacentes de la dinámica del capital, caracterizada por la necesidad intrínseca de crecimiento perenne y la competencia entre los agentes económicos. El sistema de producción capitalista no tolera permanecer sin crecimiento durante mucho tiempo (estado estacionario) y funciona según un sistema de “retroalimentación positiva”, por el que en cada ciclo el producto (output) debe aumentar la inversión (input). El estado estable para la sociedad y la economía decretaría el colapso del modelo capitalista.
Este hecho tiene una implicación inmediata: el modelo de desarrollo capitalista es incompatible con la existencia en el tiempo en un planeta finito con recursos finitos. Esta incompatibilidad, cabe señalar, no sólo se debe al conflicto estructural entre los recursos finitos y el crecimiento infinito, sino también a la tendencia inherente del desarrollo capitalista a desarrollarse de forma asimétrica, erosionando selectivamente ciertos lugares, ciertos elementos, ciertos factores, y creando así desequilibrios siempre nuevos.
Lo que hay que tener bien presente es que nuestra forma de vida, moldeada por el sistema de producción capitalista y la razón liberal, es constitutivamente incompatible con lo que es la condición previa esencial para la salud orgánica y medioambiental, es decir, el equilibrio. El crecimiento desenfrenado (el capital), la liberación de todos los límites (la razón liberal) y la perenne exigencia de superar lo dado (el progresismo) son formas de conflicto frontal con el equilibrio orgánico y medioambiental.
Se podría pensar que el liberalismo capitalista y el ecologismo deben ser enemigos acérrimos, pero esto no es cierto: es con el medio ambiente, no con el ecologismo, con quien está el conflicto. El ecologismo puede convertirse fácilmente en un disfraz instrumental para las necesidades del capital. El capitalismo es esa cosa que puede venderte camisetas con el Che Guevara y Fidel Castro en ellas -fabricadas por mano de obra infantil tailandesa y con un margen de beneficio del mil por ciento- sin pestañear y sin percibir en ello ningún problema de coherencia. Por el contrario, presentará esta indiferencia total hacia los medios para vender como “liberalidad”.
Lo mismo ocurre con todas las cuestiones medioambientales, que, una vez que entran en la picadora de carne liberal-capitalista, se convierten fácilmente en oportunidades de lucro. Lo único que el enfoque liberal no puede soportar es la visión global y sistémica.
Mientras pueda centrar selectivamente toda la atención de la opinión pública en un solo problema, en un eslogan mágico, en una solución técnica milagrosa, es perfectamente capaz de convertirlo -sea lo que sea- en una oportunidad para obtener beneficios. De este modo, mientras se muestra que se está remediando un único problema, se están produciendo daños en otros innumerables frentes, que luego tendrán que ser remediados individualmente a su vez, creando nuevos daños. Y así, de una solución brillante a otra, puede resultar una degradación sistémica ilimitada.
Este mecanismo puede verse en funcionamiento de forma idéntica en el caso del medio ambiente que en el de la salud humana. En el caso de la salud, esto significará que los problemas se tratan como clavos sobresalientes individuales sobre los que dejar caer el martillo, prestando poca o ninguna atención al equilibrio del organismo sobre el que se trabaja. Una idea correcta de la salud supone que se trata de un equilibrio orgánico que las intervenciones externas (terapias) pueden ayudar a restablecer: la atención se centra aquí en el equilibrio del organismo. En cambio, en la concepción liberal-capitalista la atención se centra en el medio (que es un producto comercial) que se imagina para lograr unilateralmente la salud del organismo.
El mismo enfoque se encuentra con el medio ambiente, que es tratado estrictamente como una fuente de alarmas o emergencias selectivas, que debe ser manipulada para favorecer tal o cual dirección de consumo. El caso de la alarma climática actual es un ejemplo manifiesto de esta tendencia, no porque la alarma sea necesariamente infundada (podría estar bien fundada y aún así podríamos adoptar un principio de precaución), sino porque se trata de manera oportunista e instrumental.
Gravar el combustible a los ciudadanos que no tienen otra alternativa que el transporte privado para desplazarse (como hizo Macron en Francia) no es un “sacrificio común por el clima”, sino un ataque clasista disfrazado de nobles intenciones, porque golpea a una parte, la más débil, de la población, mientras se niega a ver los miles de otros casos, que afectan a intereses más organizados, en los que debería abordarse el mismo problema (si realmente se quiere abordar).
Del mismo modo, declarar que la energía nuclear -en la medida en que no contribuye a los gases de efecto invernadero- es de repente una “energía verde” (y puede beneficiarse de innumerables concesiones por ello), es otro ejemplo de este unilateralismo a la hora de tratar los temas medioambientales. Elimina de la vista todos los problemas medioambientales que hasta ahora no se han resuelto en el uso de la energía nuclear para hacer hincapié únicamente en el aspecto funcional de lo que los medios de comunicación simbólicos declaran como el “issue du jour”.
En este enfoque, la disposición subyacente está impulsada por una ceguera voluntaria: no se quiere, ni siquiera remotamente, tomar en serio lo único que debería tomarse mortalmente en serio, a saber, la incompatibilidad de este modelo socioeconómico con los equilibrios medioambientales (de hecho, con toda la naturalidad). Una vez que se descarta esta opción sistémica, uno siempre se centra sólo en las pseudo-soluciones parciales e instrumentales que permiten que el negocio continúe como siempre.
El liberal asume por definición que para cualquier problema existe en principio una solución de mercado, y que encontrarla es sólo cuestión de incentivos. Este punto de vista le hace ciego a cualquier problema sistémico, porque el propio sistema no es discutible: no hay oxígeno fuera de la burbuja de aire liberal-capitalista. (Me anticipo a las objeciones habituales diciendo que los sistemas de producción no capitalistas pueden, EN PRINCIPIO, evitar la trampa del crecimiento obligatorio, pero no tienen por qué hacerlo: el progresismo soviético no fue más amable con el medio ambiente que el estadounidense).
La simple verdad sobre la cuestión medioambiental es que armoniza bien con una actitud “conservadora” y muy mal con una actitud “progresista”, pero paradójicamente esta última ha conseguido apropiarse de ella convirtiéndola en un instrumento de manipulación social y económica.
La falsa conciencia del “progresismo” medioambiental contemporáneo es evidente en el clasismo que lo domina. Contándose a sí mismo la historia abstracta de que los problemas medioambientales afectan a todos por igual, tanto a los pobres como a los ricos, el liberal-progresismo se apropia de las reivindicaciones ecologistas al creerse portador de un bien superior, que por tanto también le da derecho a utilizar medios coercitivos sobre los recalcitrantes.
La combinación de la preponderancia de los intereses comerciales (que dirigen el “mercado de soluciones medioambientales”), y la habitual arrogancia como poseedores del “bien superior” (que caracteriza al progresismo) hace que la apropiación liberal-progresista de la cuestión medioambiental sea una muestra descarada de clasismo.
Se pretende no ver lo obvio, que es que si realmente se quiere abordar la cuestión medioambiental de frente, lo primero que hay que hacer es abordar el problema sistémico del crecimiento obligatorio y la competencia entre posiciones económicas asimétricas. Abordar este problema implicaría, en efecto, un cambio que conlleva un periodo de sacrificio, ya que las expectativas anteriores no pueden cumplirse (de hecho, ya no lo son para la mayoría de la gente).
Pero si se entra en la perspectiva de los cambios en las formas de vida que implican sacrificios, es evidente que estos sacrificios DEBEN partir de la cima de la pirámide social. Es impensable que mientras las capitalizaciones de una pequeña élite financiera mundial son las más altas de la historia, se pida a la gente que tiene dificultades para pagar sus facturas que se apriete el cinturón. E igualmente, es impensable pedir iguales sacrificios a las naciones con bajas tasas de consumo y bienestar y a las naciones con altas tasas de bienestar y consumo hiperbólico (EEUU a la cabeza).
La cuestión medioambiental es una cuestión de época y muy importante, pero sólo la más descarada mala fe puede pretender no ver cómo está necesariamente entrelazada con la cuestión de las relaciones de poder económico.
No se pide un “sacrificio común” mientras se le pida a uno que pague un impuesto ecológico por el Ferrari y a otro por la gasolina para llevar a sus hijos al colegio. No se puede apelar a “estar todos en el mismo barco”, siempre que el suyo sea un yate y el suyo un bote salvavidas.
Hasta que el ecologismo no se despoje inequívocamente de su clasismo implícito, seguirá siendo un juego retórico dirigido a la plebe, para permitir a los de arriba conservar las diferencias de poder.
Y el ecologismo en salsa liberal-progresista está estructuralmente impedido de dar este paso.
Fuente:
Andrea Zhok, en Idee&Azione: Ecologismo sistémico frente a ecologismo instrumental. 3 de septiembre de 2022. Traducción de Enric Ravello Barber.