Por Andrei Fursov
Estoy profundamente convencido de que solo la familia puede brindar una educación integral. Hoy enfrentamos una crisis familiar de graves consecuencias, pues la escuela soviética —que combinaba instrucción académica con formación en valores— fue desmantelada en los años noventa bajo el pretexto de que “educar es totalitarismo”. Se decretó que la escuela debía limitarse a transmitir conocimientos, delegando la crianza a la familia, la calle o cualquier otro actor. Un error monumental.
Mi experiencia docente en Estados Unidos y Europa me ha permitido observar un fenómeno alarmante: el salvajismo social que avanza entre niños rusos, americanos y franceses. La URSS contaba con un sistema estructurado —octubristas, pioneros, Komsomol— que, pese a sus limitaciones, fomentaba cohesión. Yo crecí en los años sesenta y setenta, una época singular donde el miedo estalinista había cedido, pero el egoísmo neoliberal aún no corroía el colectivismo. Recuerdo mi escuela en las afueras de Moscú: talleres extracurriculares, el Palacio de Pioneros, un Estado que ocupaba a los jóvenes en actividades formativas. Todo eso colapsó, y hoy, como admitió el exministro Fursenko, “no hay fondos para restaurar el sistema soviético”.
La educación física —esquí, baloncesto, atletismo— debería ser obligatoria, revitalizando programas como el “Listo para el Trabajo y la Defensa” (GTO). Pero igual de crucial es cultivar el aprecio por la música clásica —Bach, Beethoven, Chaikovski— frente a la banalización actual donde “lo clásico es Alla Pugachova”. Lo mismo aplica a las artes visuales: valorar a Shishkin o Vasnetsov, no el Cuadrado negro de Malevich o los delirios de Chagall, merecedores de ser arrojados por la ventana.
En mi adolescencia, veteranos de la Gran Guerra Patria visitaban las escuelas. Hoy deberían hacerlo quienes regresan del frente, junto a profesionales que orienten a los jóvenes. Sin embargo, el mayor desafío son las tecnologías: los dispositivos electrónicos aportan 90% de daño y 10% de beneficio. La escritura manual —esencial para el desarrollo cerebral— se pierde, y la vista sufre. Los gadgets, como los autómatas lúdicos de la antigüedad, esclavizan a la juventud en trivialidades. Desde 1972, he visto cómo la caligrafía —reflejo del carácter— se deteriora, paralela al desplome educativo.
La universidad hoy es como clavar clavos en una pared inexistente. No es falta de intelecto, sino de voluntad para cultivarlo. En mi generación, revistas como Ciencia y Vida o Técnica Juvenil ampliaban horizontes; ahora los jóvenes ignoran hasta la historia del fútbol que tanto les apasiona. Peor aún, se impone la “pedagogía visual”: reducir el conocimiento a imágenes, creando una casta de idiotas. Un rector de la MGU lo admitió: “Los estudiantes son visuales, hay que adaptarse”. Retrocedemos a la era pregutemberiana.
En Estados Unidos, donde he impartido clases en Yale y Columbia, el conocimiento se estratifica: marxismo para élites, “economía vulgar” para las masas. Los temas de género inundan las aulas, mientras la metodología científica se reserva a unos pocos. Es la privatización del saber, como en el siglo XV cuando el conocimiento migró de las universidades a las sociedades reales. Como advierte Gandalf en El Señor de los Anillos: “Mantenlo secreto, mantenlo a salvo”. Hoy, el sistema educativo global cumple esa consigna al pie de la letra.
Notas a pie de página
1. Andrei Fursov. Protegerse contra la asilvestramiento. Memorándum para escolares, estudiantes y sus padres. 5 de abril de 2025.
