Un informe publicado por Joseph De Avila para el Wall Street Journal el año pasado expone cómo el mito que vincula al Pentágono y OVNIs no solo ha sido tolerado por el gobierno estadounidense, sino que fue fomentado activamente mediante operaciones de desinformación. A través de entrevistas con exfuncionarios, documentos clasificados y nuevas investigaciones, el artículo demuestra que el origen de muchas leyendas sobre tecnología extraterrestre y encubrimientos oficiales parte de estrategias diseñadas para ocultar verdaderos programas militares secretos.
Una de las piezas clave de esta mitología comenzó en los años 80, cuando un coronel de la Fuerza Aérea distribuyó fotos manipuladas de supuestos platillos voladores en un bar cercano al Área 51. El objetivo no era confirmar vida extraterrestre, sino distraer a la opinión pública de los ensayos con cazas furtivos como el F-117. Esta táctica sirvió de cortina de humo para mantener en secreto proyectos armamentísticos durante la Guerra Fría.
El equipo del Departamento de Defensa encargado de investigar los llamados fenómenos anómalos no identificados (UAP, por sus siglas en inglés), descubrió múltiples casos donde el Pentágono promovió historias falsas. En ocasiones, oficiales entregaban documentos ficticios a subordinados recién incorporados a programas altamente clasificados, haciéndoles creer que formaban parte de iniciativas para estudiar tecnología alienígena. Muchos nunca supieron que todo formaba parte de rituales de iniciación absurdos, que fueron tan efectivos que incluso altos mandos aún creen en esas falsedades.
La opacidad estructural del Pentágono ha alimentado la confusión. La existencia de programas secretos dentro de otros programas secretos, amparados por coberturas oficiales y no oficiales, creó un ecosistema ideal para que las teorías sobre OVNIs y tecnología extraterrestre se propagaran sin control.
Uno de los casos más significativos es el de Robert Salas, un exoficial de la Fuerza Aérea que en 1967 presenció la supuesta aparición de un objeto volador que desactivó diez misiles nucleares en Montana. Décadas después, se descubrió que aquello fue probablemente producto de una prueba secreta con un generador de pulsos electromagnéticos diseñado para simular un ataque soviético. Sin embargo, al mantener la información clasificada, los protagonistas de esos eventos quedaron atrapados en interpretaciones fantásticas.
La Oficina de Resolución de Anomalías de Todos los Dominios (AARO), liderada por el científico Sean Kirkpatrick, concluyó que muchos de los fenómenos reportados tienen explicaciones terrenales: desde reflejos de satélites Starlink hasta drones comerciales. Pero su hallazgo más inquietante no fue la inexistencia de naves alienígenas, sino la constatación de que parte del gobierno estadounidense había dirigido campañas de desinformación hacia su propia población.
La decisión del Pentágono de omitir estos hallazgos del informe público de 2024, para proteger secretos militares y reputaciones internas, no hizo sino reforzar las sospechas. Mientras el Congreso exige transparencia y muchos oficiales siguen creyendo en tecnologías de otros mundos, la verdadera amenaza parece ser la manipulación institucional de la verdad.
La historia del Pentágono y OVNIs es un caso paradigmático de cómo una narrativa falsa, sostenida con fines estratégicos, puede escapar al control de sus propios creadores y enraizarse profundamente en la cultura colectiva. Tan solo fíjese como cada vez que surge un acontecimiento relevante, de inmediato saltan los carismáticos agentes de contrainteligencia para distraer a las masas con todo tipo de operaciones psicológicas y misterios ufológicos.
